Un mirlo cantando. Un rayo de sol, tenue, entraba por la ventana, motas de polvo visibles bajo el haz de luz, agradable calor que caía sobre sus facciones. Despertó con un amargo sabor en la boca, visión borrosa, dolor de cabeza. Se tocó el rostro con las manos, frotándose los párpados. El olor. Un olor extraño que no cedía. Abrió los ojos y descubrió sus brazos cubiertas de sangre, hilos secos que como guantes enfundaban sus delgadas manos. Se levantó y se dirigió al baño para enjuagarse, preguntándose si algún día alguien entendería o descubriría al monstruo dentro de ella. Reviso las cortadas que corrían hasta debajo de sus codos, verificando si alguna necesitaría puntos. En el brazo derecho una particularmente profunda captó su atención por varios minutos, hasta que decidió no ir al hospital por el momento. Demasiadas preguntas, miradas curiosas y otra página más en su historial médico. Se dijo a sí misma que probablemente si la mantenía limpia se cerraría sola.
Dedicó media hora a buscar el instrumento con el que se había auto inflingido las heridas. Pronto se aburrió de la búsqueda y la abandonó, segura de que más tarde o temprano aparecería en algún lugar insospechado. Colocó la hervidora y mientras esperaba el agua se entretuvo mirando por la ventana a los mirlos que ruidosos se movían de una rama a otra en los árboles, persiguiéndose, chillando. Mientras tomaba té de pie en la cocina trató de recordar el sueño de la noche anterior. O la pesadilla, ya no había diferencia para ella, una tras otra se sucedían y en un instante brincaba de un escenario a otro y muerte y desesperación ocurrían frente a ella. Casi todos los días podía reconstruir a la perfección los sueños de la noche anterior, con sólo algunos espacios en blanco o incoherencias que ella atribuía a la naturaleza de su imaginario nocturno. Se frotó los ojos aburrida de sí misma, aburrida de su vida, aburrida del mundo, quedándose con las manos sobre su cara, preguntándose si al permanecer mucho rato en esa postura tal vez dejaría de ver a los habitantes de sus sueños. Sacudió la cabeza y tras vestirse salió a la calle, más por hábito que por una tarea específica. Mientras recorría su barrio observó a los tenderos pakistaniés, sus manos marchitas, sus rostros con dientes faltantes. Los junkies masticándose las mejillas. Las jovencitas de mirada desafiante. Los jóvenes musulmanes riendo de bromas en su propio idioma. Vio a las amas de casa, lonjas de mala alimentación, rostros bonachones de rojas mejillas, caminar pesadamente hacia el Tesco. Con una leve punzada de envidia espió a una pareja de apuestos jóvenes, los dos impecablemente vestidos, con ese aire de sabemos que hacemos al mundo más bello al existir. Un gato salió brincando de una casa, sobresaltándola por un momento, gritos de una mujer detrás de la criatura. Vio al animal detenerse detrás de un árbol a unos metros, atento y cautivo, mientras se lamía las patas regodeándose en el botín que probablemente acababa de robar. Lo observó desapasionadamente, rayas grises y ojos amarillos. Por un instante creyó que la bestia la miraba fijamente y sintió un escalofrió bajarle por la espalda.
Se detuvo a mirar a unos niños jugando en un pequeño jardín municipal, tratando de igualar esa imagen con algún recuerdo de su propia infancia, sin resultado. Al pasar frente a los escaparates de las tiendas sobre la avenida comercial se enfrentó a su reflejo, una mujer joven, delgada, con profundos surcos oscuros bajo los ojos. Tratando de conjurar su imagen entró a una tienda de ropa para darse cuenta de inmediato que había cometido un error. El lugar estaba medianamente lleno de jóvenes profesionistas aprovechando las ofertas de verano, grupos de amigas riendo comentando tal o cual vestido, mujeres cuarentonas atléticas y que con mirada fría decidían el mejor estilo para ocultar el paso del tiempo. Sintió absurdamente que todas la volteaban a ver, exponiéndola como un fraude, una intrusa. Trató de dominarse y fingió revisar los estantes de telas hasta darse cuenta de lo fútil de su intento y un poco avergonzada salió a la calle, donde los mirlos seguían cantando, pequeños bastardos, pensó ella sonriendo.
Decidió alejarse del bullicio de la avenida y se desvió por una pequeña calle residencial. Hileras de árboles empezaban a tornar sus copas verdes a naranjas, algunas hojas cayendo forrando los ridículamente caros automóviles aparcados. Mientras caminaba trató de adivinar el ritmo de sus propios pasos, tac, tac, tac, el resonar de sus zapatos, el aire frío cortando su rostro, sus pulmones hinchándose de aire, músculos estirándose, ligamentos anticipándose a los impulsos de un organismo vivo, todos obedientes a órdenes ciegas. Embebida en la maravilla de su cuerpo ofuscado casi tropezó con una reja mal cerrada. Contrariada volteó a su alrededor, regresando a la calle, a la ciudad, terminando por posar su mirada en el edificio del cual provenía el obstáculo que la había sacado de su ensimismamiento. Edificio blanco, puerta azul. Baldosas semi art-deco. Una casa remodelada para contener departamentos donde antes una familia completa veía arder el fuego de la chimenea en una sala. Se detuvo para recuperar el aire y fue entonces que lo vio. En el sótano, visible desde la calle, un hombre tocaba el piano. Ella desde la acera podía apreciar parte de la vivienda, muebles de segunda mano, alguna que otra pieza de arte particular, destellos de un gusto y deseo no posibles de satisfacer con una mediocre billetera. El hombre era delgado, pálido, vestido de negro pero sin intención ominosa. El cabello ocultaba su rostro, quedando únicamente visibles unos pómulos filosos y demacrados. Todos estos detalles eran percibidos en segundo plano mientras ella devoraba con la mirada las manos del joven recorrer el teclado, armoniosamente, sensualmente. Los vidrios y la lejanía no le permitían escuchar lo tocado, pero la danza de unos dedos coquetos retando a una rítmica mano grave la capturaban. Cierra los ojos. Abre los ojos, inútiles. Sin darse cuenta está parada junto a la reja, viendo unas extremidades blancas de dedos largos y ágiles, falanges que voluptuosamente se mueven sobre el teclado blanco y negro, como jugando con el bien y el mal. Mientras observa siente como una melodía imaginaria la invade, el movimiento de esas manos la hacen imaginar una pieza desgarradora, apasionada y triunfal. No alcanza a escuchar un solo sonido, pero sus ojos cansados de ver el mundo, sus ojos entrenados a una vida de silencio y observación, reconocen el movimiento de un ser vivo abatido pero que lucha por rebelarse a las cuerdas que lo atan. Por un instante ve, sus ojos recorren cada detalle, una fracción de segundo, dedos angulosos, el movimiento del pecho al alcanzar ciertas notas, el roce dulce, erótico, doloroso, de la punta del dedo al tocar la tecla, el movimiento del cuerpo para acomodar la melodía completa. No sabe cuanto tiempo lleva ahí como espectadora cuando el hombre se detiene, suspira y voltea. Sus miradas se cruzan. El hombre no baja la mirada y ella intuitivamente sabe que la están interrogando. ¿Qué tanto ha visto? Unos ojos acero se clavan en los suyos, pidiéndole humanidad, respuestas, o tal vez una pregunta. Avergonzada, trata desesperadamente de fingir una excusa para su postura de voyeur sin encontrar una salida airosa y se echa a correr. Fatigada tras varias cuadras, voltea a su alrededor. No se ve a nadie en las calles aledañas. Más compuesta regresa apresuradamente a su departamento. Al llegar a su casa cuelga sus llaves, coloca su vinyl favorito y se dirige a la cocina. Decidida busca la más cóncava de su cucharas y la calienta directamente sobre la flama de la estufa. Una vez alcanzado el grado de calor deseado se lleva el cubierto a la cuenca derecha y procede a extraerse el globo ocular. Realiza el mismo procedimiento con el ojo izquierdo y al terminar, satisfecha, pasa sus manos frente a su rostro para comprobar que no puede ver nada. Eufórica, guarda sus ojos en su estuche, les coloca la solución salina que los conserva y se dispone a dormir, segura de haber desistido por completo de ver, confiada de no más mañanas de miembros ensangrentados tratando de alcanzar una iluminación ficticia imposible de alcanzar, confiada de haber vencido a la vista, humillada, transformada en un mero inconveniente físico. Sus párpados caen sobre sus cuencas vacías. Al lado de su ventana un mirlo canta.
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