Mi abuela venía del norte del país. Grande, con cabello rizado y lentes de fondo de botella ortodoxos de abuelita, realizaba su papel a la maravilla: te recibía con un enorme plato de comida (deliciosa), te daba un consejo y te acomodaba el cabello. Cuando yo estaba chiquita mis papás trabajaban todo el tiempo y ella venía a cuidarme en las tardes tras el colegio. Me preparaba sopa de pollo con garbanzos y me dejaba jugar con los ojos del pescado que habríamos de comer más tarde, niña mórbida atada por el asco y la fascinación a una infancia que se le escaparía muy pronto. Cuando la visitábamos en su casa, al final, siempre a escondidas, abría su monedero y sacaba unas monedas que para mí se convertían en el tesoro que algún príncipe recibiría algún día. Nunca conocí a su marido. Murió de cáncer, cuando mi madre todavía era casi una niña. Ya soy bastante mala leche con los vivos por lo que me abstengo de juzgar a los muertos, allá ellos con sus huesos y sus tumbas. Pero si sé que mi abuelita cuidó, como pudo, a sus cinco hijos y los sacó adelante y vivos, también como se pudo. Pero también me cuidó a mí. Me enseñó a preparar tamales norteños, secreto que sólo ella y yo compartimos y nunca le contamos a sus hijas, que envidiosas nunca me creerían. Me llevaba a misa cuando yo todavía creía en algo y también cuando el cinismo y el desencanto habían reemplazado a la fe. Me enseñó a usar su máquina de coser y aprendí que nunca hay que regalar objetos filosos, siempre hay que intercambiarlos por algo, como hacen las gitanas con la lectura de mano. El mundo de una anciana se juntaba en una extraña curva con el de una solitaria y precoz niña que se aburría muy rápido. Sus hijas no lo saben, pero la abuelita se sentaba y me contaba de los tiempos de la vieja hacienda y la inundación y el largo camino a la ciudad de méxico, donde tantos sinsabores vivirían. Mitad recuerdos, mitad añoranzas crecí rodeada de los muertos y la muselina de la juventud de mi abuela. Creen que no me acuerdo de esos años, pero si me acuerdo. Creen que junto con todo el resto de mi niñez olvidé las historias de mi abuela. Pero siempre queda algo. Siempre fui una niña obstinada. Tímida, pero obstinada.
Hace unos años, tendría yo unos 17, mi abuela sufrió una embolia que la llevó al hospital del cual nunca saldría. Todavía unos días antes había hablado con ella por teléfono y de pronto me cuentan que esa señora que a sus 82 años iba y regresaba caminando a todos lados estaba en una cama y que estaba paralizada de la mitad del cuerpo. Toda la familia se congregaba afuera del hospital, a mí nada me decían, "no se vaya a impresionar la niña" y no me dejaban enterarme de lo que los médicos explicaban, me daban largas. La familia se turnaba para entrar a verla y me decían que todavía hablaba pero que estaba muy mala y que el pronóstico no era bueno. Empezamos a vivir a la espera y una noche tuve fiebre, calor intenso y sudores fríos que me corrían como lágrimas por las mejillas y la espalda, me levanté y caminé en mi cuarto con el corazón latiéndome violentamente en el pecho y no paró hasta que llegó el alba y con su cambio de marea me ayudó a tranquilizarme.
Ese día cuando llegué al hospital me enteré que ese día ya no había despertado y entonces insistí en entrar, ya no sirvieron los ruegos y cuando me encaré frente al doctor y le ordené dejarme entrar terminaron por acceder. Mi abuelita yacía en su cama, en coma, empequeñecida, pero todavía con sus mejillas rosadas, de abuelita gordita del norte, de una raza de mujeres hechas para ver morir a los imbéciles de sus hombres a edad temprana, mujeres con pudores impuestos por la sociedad pero con vidas que desafían las de cualquiera de las anorexicas actuales a las que la SUV y la póliza de seguro protegen contra eso que ocurre afuera de la burbuja de cristal llamado vida. Leí su historial y noté el "no resurrección". Pedí al doctor de turno que me explicara. Me senté a su lado y le conté de mis sueños, le puse loción de naranja en las manos y mojé con agua de azahar su pañuelo para que su frente estuviera fresca. Rezé la oración que encontré junto a su cama, por ella, para que no se sintiera solita. En sus manos estaban sus escapularios así que arreglé sus uñas (le gustaba la manicure) y luego dejé entrelazados sus dedos para que no perdiera su pequeño último tesoro. Mi mirada se encontraba en todo momento en el monitor cardíaco que pulso a pulso me indicaba los rastros de vida de mi abuelita, chayito. Así, abrazadas nos quedamos un rato hasta que de pronto me sobresaltó una pequeña alarma proveniente del monitor. Asustada, apreté su mano y pedí más tiempo, no era justo, quería robarle unos minutos, unas horas, una vida a la muerte. Mientras más fuerte apretaba su mano, su corazón volvió a latir a su ritmo normal y algo de color bailó atrevido en sus mejillas. Y entonces me dí cuenta. Todo este tiempo me había estado esperando. Su única nieta. Y ella ya quería descansar. Pero no sin decirme adiós. Su cabeza estaba en mi regazo cuando le murmuré al oído "adiós abuelita, te quiero" y en ese momento su corazón dejó de latir. Acudieron los doctores y las enfermeras, revisaron su historial, tomaron el pulso por última vez y dictaminaron la hora de la muerte. Salí para avisarle a mi madre y sus hermanas, quienes se abrazaron y fueron a dar la noticia al resto de la familia. Yo me quedé en el cuarto con la enfermera y ayudé a
amortajar el cuerpo de mi abuelita, que yo creo debe hacerlo alguien de la familia y no cualquier desconocido. Me guardé para mí sus escapularios y vi que estuviera bien sujeta la venda del rostro para que su carita se viera bien en el sepelio.
Durante el funeral, en el que había de todo, señoras desconocidas llorando a grito perdido, dizque familia que sólo buscaban regodearse en el sufrimiento de otros, me di un momento para abrir el féretro y colocar en sus manos sus reliquias religiosas. Toda mi familia me recriminó porque no lloré durante el funeral y el sepelio. Todavía hasta el día de hoy cuando hablan de ella me hablan como si yo no la hubiera conocido y me recriminan que no la extrañe.
Pero si la extraño. Ella me quería. Y si lloré. Mucho.
Después han venido otras muertes. Mi trabajo me ha llevado a trabajar con muertos y ya sus rostros pálidos me conmueven menos que las historias que tras de ellos ocultan. Vi la sonrisa en los labios de Arturo, las mejillas hundidas de Miguel, el rostro solemne de Monedero. Y muchos más más. A veces pienso que demasiados. Algunos hasta anónimos son.
Pero de mi abuelita me acuerdo en paz. Nos llevamos las dos a la tumba un último secreto y tuvimos tiempo de despedirnos y en los días de mucha pena nos acordamos la una de la otra y nos reconfortamos y cada una desde su lado de la muralla cuida de la otra.
1 comment:
Querida Irene: gracias por compartir conmigo tu propio día de muertos.
El día que te tengas tu habitación propia serás escritora. De las buenas.
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